jueves, 10 de diciembre de 2009

La imagen fue un fusil llorando

Qué habrán visto los ojos de tan destacado periodista para poner en jaque toda su pluma, hasta bloquearlo por completo y derribarlo hasta la tristeza e impotencia misma. Nada enorgullece más al ser humano que la revalidación de sus convicciones, aún en tiempos de hostilidad social. Y ser testigo de una injusticia frente a tal resistencia, humilla, más cuando no se puede hacer nada.

Herido en sus principios, bastardeado en su esencia ciudadana primero y profesional después, Roberto Arlt se enfrenta a su peor enemigo, su deber: la crónica de algo que jamás hubiese elegido presenciar. Años de oficio para llegar al final con la peor de las sensaciones. La traición. El fusilamiento de Severino Di Giovanni giró su vida y cegó su futuro. Sus ojos ya no serán los mismos tras el accionar de aquel implacable fusil.

Gabriel Fernández se pone en la piel de uno de los autores más destacados de nuestra literatura, para protagonizar La imagen fue un fusil llorando, obra de Julio Molina, que se genera a partir de He visto morir, obra del mencionado escritor.

¡Viva la anarquía! explotaría de la garganta del anarquista Severino Di Giovanni al ser fusilado por una dictadura obsesiva e irreverente. Y los ojos del propio Arlt ya no verían con tanta nitidez. Una actuación soberbia, de quien muestra el infierno vivido luego de tal impacto. Bajo el barniz de su director Julio Molina, quien pone una escena exacta, el único protagonista de la obra brilla gracias a un conjunto perfectamente engranado. El vestuario, la iluminación y la musicalización. Todo nos lleva a esa época y todo nos enseña el dolor que padeció nuestro héroe golpeado.

La imagen fue un fusil llorando es de esas obras que deja en uno una fuerte impresión. Y que va decantando con el pasar de los minutos para formar una conclusión esperanzadora y revitalizadora. Porque sus ojos fueron los ojos de toda una época. Una época que cíclicamente fue repitiéndose, hasta, por el momento, desvanecerse.

La pregunta igualmente seguirá siendo la misma: Qué habrán hecho sentir esos ojos… hasta el momento de apagarse.

Por Mariano Casas Di Nardo

viernes, 4 de diciembre de 2009

Hasta que tu muerte nos separe

Para algunas personas de este mundo, la vida no es color de rosas. Los finales no son felices y los días son un karma que tienen que sobrellevar, porque suponen que el mañana no los tratará tan mal. No son optimistas pero no se ahogan en su lodo. Tampoco tratan de salir. Se regodean en el fango y nadan. Con dificultad, claro; pero avanzan.

Son los casos de Dana y Osvaldo, quienes padecen distintas fobias, adicciones y pesares; pero aún así intentan encontrar el amor. Agorafóbica y desprolija ella, sus frustrados amores no lograron abatirla. Morboso y virgen él, su autosatisfacción no detiene su búsqueda. Y se encuentran, se inquietan pero no se convencen de ser el uno para el otro. Sus lamentables vidas dejan huecos para el amor y los dos, curiosamente saben ubicarse. Incómodos, pero se ubican al fin. No es una relación progresiva, de hecho comienzan en la meseta del desamor, pero aún así caminan (siempre al borde de la catástrofe).

Hasta que tu muerte no separe es una comedia negra que muestra irónicamente, las miserias de aquellos que no se resignan a vivir una mejor vida, aunque no tengan armas claras como para ganar la apuesta. Un libro que destiñe los clichés del amor y de la pasión que nacen de dos jóvenes entusiasmados. Sus miedos, incertidumbres y alegrías, potenciados al máximo rigor y exposición.

Fito Yanelli en su rol de director, conduce a estos seres ciclotímicamente distintos, al punto medio, en donde los manipula hasta sus mejores rendimientos. El juego de luces hace del escenario el mejor campo de acción, direccionando la atención hacia las pausas, silencios y demás condimentos narrativos.

Hasta que tu muerte nos separe en primera instancia hace reír, para luego hacernos pensar y una vez asimilada la historia, entender lo patético que puede ser el humano cuando se encuentra fuera de los cabales aceptados.

Por Mariano Casas Di Nardo

martes, 24 de noviembre de 2009

Niños del Limbo.

Hacer un análisis sobre Niños del Limbo es un tanto complicado. No porque sea difícil de entender o enmarañado en su andar, sino porque la genial actuación de Andrea Garrote se lleva consigo todos los adjetivos y calificativos. Y deja poco al resto. Un reparto que se destaca con creces pero que aún así, queda a una distancia considerable del histrionismo y escenario que enseña la destacada actriz.

Entonces hablemos de Andrea Garrote, quien en su papel de Martina, una docente de letras, quien dispone de su hogar como taller literario, se lleva todos los aplausos. Ella es quien parte y reparte. Quien maneja los hilos de sus colegas y quien recrea la tragedia, la tensión o el humor, con un simple gesto o un mínimo silencio. Su presencia agiganta al resto y los saca a relucir, incluso cuando los diálogos se reducen a miradas. Por su parte, su ausencia, hace que todo tome otro tipo de protagonismo, porque se sabe que ella está del otro lado a la expectativa de lo sucedido. Su papel es una luz que ilumina al resto y los potencia, mientras que su no presencia, como efecto a contraluz, los resalta como en diapositivas. Sin ella, la obra no se caería, pero estaríamos hablando a otro nivel de crítica… más terrenal.

Ninguno de sus estudiantes es lo que parece. Y ese living tan literario como cálido, no es más que un campo donde convergen historias y personas tan disímiles como necesarias. Un chico con problemas de expresión, fácil prosa y pasado oscuro; una mujer ordinaria y su hijo con problemas mentales, un chileno anónimo y un matón obnubilado con su deber delictivo, son las piezas con las que debe lidiar esta sencilla y apasionada profesora -Martina-. Ella siente placer por las letras y los textos poéticos, el resto no se sabe.

La historia de la obra no será evaluada ni contada. Hay que ir descubriéndola en vivo, para sentir más los impactos y los giros dramáticos. Para destacar el vestuario Made in Romina Cariola, quien vistió a la perfección a todo el elenco y la música original de Federico Marquestó, aunque bien podría tener más participación en la narrativa.

El final no es un final. De hecho parece no serlo. La vida continúa, o no. Igualmente lo visto hasta su epílogo, vale demasiado. No hace falta más.

Niños del Limbo es Andrea Garrote y sus avatares. El libro y la dirección son de la misma persona. ¿Hace falta decir quién?

Por Mariano Casas Di Nardo

sábado, 21 de noviembre de 2009

Del Amor o El Banquete.

La pregunta es filosófica y tiene tantas respuestas como pareceres. ¿Qué es el amor? ¿Qué es la belleza? El amor tiene infinidad de formas y todas son reales, podría decirse. Una sensación autónoma que aparece y desaparece sin intervenciones de la razón humana. Y la belleza es tan virtual y abstracta, que no podría definirse, sin caer en lugares comunes o equivocaciones. Que lo estético, que lo armonioso… Todos juicios erróneos.

De la otra vereda de la objetividad y desafiando los parámetros del interés, el amor llega, revoluciona y vive eternamente. Y si muere, ya no es amor, entrando en un conflicto y en una dialéctica cíclica. Del Amor o El Banquete son todas estas sentencias y más. Para irse pensando sobre el corazón y sus azares.

¿Puede el amor ser el mismo entre dos jóvenes bellos y contemporáneos, que el que pueda sentir una prostituta por su empleador? ¿Puede ser la misma sensación de alegría si hablamos de un travesti para con su pareja mujer, que si abordamos la mente de una bella, sinuosa y ardiente mujer, con su marido entrado en años y en excesos? Para la mente de Darío Portugal Pasache y Lucía Pansera sí; y lo exponen y lo desmenuzan para que el espectador saque sus propias conclusiones.

Del Amor o El Banquete no rotula ni etiqueta. Desnuda. Inclinando hacia el lado de las perversiones. Pero ¿qué es la perversión?... y entonces de nuevo entramos en un debate estéril y difícil de concluir.

Encabezados por el histrionismo de Alejandro Stordeaur y Fernando Iglesias, más el erotismo que imprime su reparto, la obra apunta directo a la reflexión y a la apertura mental. A entender que el amor está más allá de los cánones que nos muestran las novelas o los estamentos sociales de las buenas costumbres. Para volver a empezar, con la experiencia de que el amor puede sentirse de formas inimaginables, y no por ello, ser falsas.

Por Mariano Casas Di Nardo

viernes, 6 de noviembre de 2009

Terrame

Terrame está configurada por dos entes, lamentablemente, interrelacionados entre sí. Inevitablemente no pueden separarse ni disociarse. Un significado y un significante que se lastiman; un todo a medio llegar. Por un lado, un marco teórico gigante, inmortal, moldeable a todos los seres humanos. Cíclico e universal, como es la búsqueda del otro. La desesperación que genera la soledad y el nerviosismo que viste a los corazones actuales. Y por el otro lado, el hecho práctico, el que le da cuerpo a un libro tan infinito que hace que lo palpable quede trunco. Un espacio chiquito que no resiste lo que se está contando.

La obra sería la radiografía de un amor como tantos otros, que se inicia por la atracción inesperada que siente un hombre –cualquiera– por una dama –cualquiera–. Y cómo va creciendo y desarrollándose esa atracción, a través del descubrimiento mutuo, los malestares, los aciertos, los perdones y los reencuentros; hasta verse convertido en un poderoso amor. Desde el minuto cero, en las que las humanidades se desconocen, hasta la evolución del cariño sincero. Ella se llama Lucía; él, Atahualpa. Por ella nadie se daría vuelta en una esquina, por él ninguna mujer daría ni un suspiro. No se deslumbraron ni se encandilaron. Como se dice, un amor a novena vista.

Cuántas de estas historias hemos conocido, escuchado o padecido. Qué genial la pluma de Lucila Garay que en una obra de escasos cincuenta minutos y en el perímetro de una habitación de dos por dos, refleja millones de historias de amor, tan completas como reales. Porque abarca todas: desde la más oscura y retorcida hasta la más básica y desabrida.

Con dos actores que hacen del gesto y del diálogo torpe un culto, Terrame relata todos los síntomas del corazón, dejando en evidencia lo elemental que somos. Entonces, pensará su autora y directora, para qué complejizar lo tangible, si lo abstracto lo dice todo.

Por Mariano Casas Di Nardo

miércoles, 14 de octubre de 2009

Escoria –El lado B de la fama–

Sin dudas, la particularidad de José María Muscari es encontrar alegría donde impera la decadencia y la desazón. Ver brilloso lo oxidado y lo corroído. Contar historias universales e infinitas, a partir de las desgracias ajenas. Ya lo había insinuado con Piel de Chancho y lo confirma con Escoria, su obra más lograda, conmovedora, cruda y cruel.

El primer impacto visual de la obra es de un colorido inusual para su registro, pero de una inmensa tristeza. Un cuadro que roza lo patético, con la música de Un poco loco de Sergio Denis para darle un opaco plastificado de caducidad. Las sonrisas de los anfitriones y sus cordiales agradecimientos por estar en el cumpleaños de Dino Escoria cortan con tanto aturdimiento. Porque hay que aclarar que estamos en un cumpleaños y hay que festejar. Y sonreír. Aunque la coyuntura nos tiente con el llanto.

Escoria desmenuza la privacidad de actores de renombre que marcaron una época dentro de la escena nacional tanto televisiva como teatral. Los desnuda. Los expone ante un público que se une al dolor con dejos de lástima y rencor. Despedaza el ego de diez íconos de nuestro arte de la forma más cariñosa, humilde y agradable. No los humilla ni los maltrata, sino que los cuida, los ayuda y, perversamente, demuestra la excelencia de sus actuaciones, para criticar a un sistema que vaya uno a saber por qué, los dejó afuera. Escoria es una obra que construye, no destruye.

Con un libro a punto gracias a las experiencias personales de sus protagonistas, Muscari logra sacar lo inédito de sus dirigidos, a tal punto de mostrar la faceta dramática oculta de Noemí Alan, quien con su monólogo estremece la sala. Otra grata sorpresa es el resurgimiento de Willy Ruano, alimentando a sus pares con estridentes participaciones. Y con Osvaldo Guidi en pleno estado catastrofista, es Paola Papini quien intenta apuntalar a todos para no caer en la dura realidad del desamparo, la ausencia y el desempleo actoral. Una difícil realidad que Marikena Riera intenta esclarecer, por suerte, sin éxito.

Con un vestuario impecable y una fotografía exacta para potenciar la angustia de los diálogos, la obra es la suma de absolutamente todas las partes. Escoria, diez actores gigantes y un director de culto.

Por Mariano Casas Di Nardo.

jueves, 8 de octubre de 2009

Lame vulva –ejercicio de poder–.

Existen diversas formas de contar una historia. De manera humorística, drámatica, irónica, melancólica, metafórica, alegórica, etcétera, etcétera. Y también a la manera de Martín Marcou. Que sería con todos los estilos utilizados por el ser humano a la hora de labrar un discurso coherente e impactante, amalgamados por un hilo conductor: el apocalipsis. Con bandas originales de sonido que van desde Dyango, pasando por Café Tacuba hasta llegar a Gary. Lo bizarro y lo conservador; el diálogo moralista sobre un background definitivamente kitsch; el ser inmaculado barnizado de erotismo. Y así, bajo disímiles coordenadas, las concepciones más antagónicas se van trastocando. Un Martín Marcou explícito, sin dobleces, oscureciendo aún más el panorama del teatro off.

Lame vulva ofende desde su título y conmueve –para bien y para mal– desde su dramaturgia. La risa y la angustia dando vertiginosos pasos de vals. Con tres actores que se pelean en todo momento para demostrar quien es el más patético y desagradable. Aunque pierden todos, ya que enseñan con gestos desconcertantes, que la inocencia y el desamparo navengan por sus venas.

Luz –Checha Amorosi– propone la violencia como caricia y Horacio –Javier Rosón–, la sumisión como acuse de recibo. Y la tercera en discordia –Puchi Labaronnie–, la suegra de ella o la madre de él, entra en juego con los métodos más eficaces: la sobreprotección y la desautorización conyugal. Todo en un panorama desolador y lúgubre, que huele a tristeza e infelicidad.

En Lame vulva la catástrofe está siempre por comenzar. El desastre está latente. Un nervio puro en pleno nido de desamor.