domingo, 3 de octubre de 2010

Kalvkott, carne de ternera

El exilio es un viaje de regreso constante. Una residencia mentirosa que se codea con el rencor, la nostalgia y el pesar, para hacer del día a día, una dulce hipocresía. Y cuando el escape se materializa en las antípodas del lugar de origen, el dolor es más profundo y determinante. Eso debería sentir María, quien en plena efervescencia adolescente, dejó su gris Buenos Aires para resguardarse en la ciudad de Estocolmo, lecho de acero para la expansión dictatorial que se sucedió en Latinoamérica a lo largo de la década del 70.

Del otro lado de la angustia, la improvisación y el desarraigo, se encuentra Peter. Un inédito médico sueco que habla español. Una impronta de hielo por la cual, al parecer, corre sangre latina. Él y su relojería nórdica, precisa y detallista, parecen ser el contrapeso ideal para que el equilibrio sentimental de la bella y dulce María, no se congele en el frío que rige en tales meridianos. Al principio el protocolo los enfrenta, después las clases de la lengua sueca los rozan, para ir hilvanando, día tras día, una historia de amor en pleno desconsuelo.

Afianzados los dos pilares por donde se desarrollará la trama, su autora Silvina Chague, descomprime la situación con dos satélites narrativos como Nora –la madre de María– y Abel –su padre–, quienes riegan con un poco de humor tanta palidez. Sobre todo Nora, quien además de darle luz a un apagado hogar, exporta calor cuando pasa una temporada junto a su hija. Tanto allá como en su casa, Nora dejará su sello de amor maternal en su mayor y más rico secreto, un Vitel Toné, que sólo ella sabe hacer. Por la periferia de la historia, surge la figura de Juan, exiliado chileno, quien contribuye al marco histórico, dejando en claro que el país trasandino, también fue merecedor de la hospitalidad sueca.

Con un libro tan definido como progresivo, es su directora Corina Fiorillo, quien explota al máximo cada una de las sensaciones. Entonces son llamadas telefónicas las que denotan la lejanía, un árbol de navidad a medio hacer para describir tanto la soledad como la unión y una receta familiar para plasmar la inmortalidad y la herencia del amor, de una madre para con su hija. Sus estocadas mortales, las imágenes de la triste, apagada y desolada Buenos Aires de mediados de los 70´ y una canción que apunta directo al corazón de los espectadores. Completa un cuadro contundente y autosuficiente, el vestuario de Julieta Risso, que en todo momento nos recrea fotogramas de esa década nefasta.

La obra emociona. Porque llega al alma sugiriendo todo lo que no muestra de forma explícita. Porque su música y cuadros estéticos tocan los nervios que ni la mejor actuación del mundo podría tocar. Y desde allí, se mueve con total autonomía para jugar con el llanto, la risa, el desconsuelo y la esperanza. Una flor nació del hielo y se llama Kalvkott, carne de ternera.

Por Mariano Casas Di Nardo

lunes, 23 de agosto de 2010

Yo amo a mi maestra normal.

Ver un unipersonal de Juan Pablo Geretto, puede compararse a Roger Federer cuando juega al tenis o a Messi cuando juega al futbol. Porque los tres hacen simple lo difícil. Lo banalizan hasta creer que uno lo puede hacer, incluso, mejor. Sin dudas una característica de los virtuosos, en este caso, Juan lleva con naturalidad una hora y cuarto de una obra que se desarrolla entre la melancolía, el recuerdo y la ironía. Siempre en el marco del humor, claro está.

Yo amo a mi maestra normal es el tercer unipersonal de este efervescente actor, que cimentó sus bases para triunfar en la calle Corrientes con recursos propios como el histrionismo, un exacto manejo de la comicidad y tacto para no abarrotar ninguno de sus guiños de lugares comunes. Medidas justas, con silencios y discursos a medio terminar, para lograr un todo contundente y ágil, y sobre todo, gracioso.

La obra nace cuando una maestra da inicio al acto escolar por la inauguración del patio techado. Es ahí que esta maestra, tan altanera como chabacana da rienda a un monólogo milimétricamente hilvanado donde, dirigiéndose a sus pares, padres y alumnos imaginarios, repasa todo lo que acontece en un instituto educativo. Y sin perder el romanticismo, hurga en el arcón de los recuerdos para sacar a relucir joyas olvidadas que construyeron la infancia de los treinta y cuarentañeros de hoy.


Una acertada idea, con un impecable libro y una inmejorable interpretación, para una original y lograda obra de teatro. Aplaudamos de pié a este intrépido artista que hace de la verborragia, un estilo teatral.

Por Mariano Casas Di Nardo.

sábado, 22 de mayo de 2010

Los modernos –Fo, el filoso–

Existen muchas clases de teatro. En primera instancia: los comerciales, los independientes y Los Modernos. Después están los dramas, las comedias, las tragedias, los infantiles, los monólogos y Los Modernos. A su vez, estos relatos pueden ser progresivos, fragmentados o como lo hacen Los Modernos. Y una vez aclarado el rubro, aprovechar la verborragia discursiva, los silencios expectantes o lo de Los Modernos. Porque ellos son un concepto en sí mismos. Tan inclasificables como geniales.

Entonces esclarezcamos la situación. Alejandro Orlando (cordobés) y Pedro Paiva (uruguayo) hacen humor. Y a partir de esa base, deliran. Vestidos con elegantes sacos, camisas blancas y polleras negras, los únicos dos protagonistas, teorizan. Sin recurrir a lugares comunes ni a las groserías ni a lo cotidiano del ser humano. Toman el diccionario y desde la metamorfosis de la palabra, disparan un sinfín de tramas. Algunas quedan en la nada siendo sólo ironías del lenguaje, y otra dan pie a otras afirmaciones suicidas. Por momento son cíclicas, por momentos tangenciales o simplemente, se van por las ramas.

Los Modernos son dos monologuistas que al unísono o intercalados, relatan pareceres de nuestra idiosincrasia. Filosofean, interpretan y psicoanalizan la realidad. Sus experiencias no cuentan, todo para ser a priori. Y cuando la razón está en jaque, recurren a “Fo”, el filoso, quien despeja toda duda y le da nombre a su espectáculo.

Puede decirse que hacen humor inteligente o hacen juegos de palabras que parodian los teoremas de la existencia. O también decirse que están locos. Que ni ellos saben lo que hacen durante la hora y cuarenta que hablan sin parar. Pero son divertidos. Para disfrutarlos y recomendarlos. De lo mejor de la cartelera porteña actual.

Por Mariano Casas Di Nardo

sábado, 15 de mayo de 2010

Afterplay

La vejez da una mirada retrospectiva sobre la vida. Hace reflexionar sobre lo pasado. Sobre lo que ya no existe o lo que ya se consumió por el devenir del calendario. Permite recapacitar una y mil veces, con la única opción de poder transmitir a los demás las conclusiones; esas que con los años se llama sabiduría. Porque todos sabemos que no se puede volver el tiempo atrás ni modificar nada. Y todo tiene su tinte nostálgico. Repasando recuerdos que sólo viven en fotografías o en canciones. Las caras se desdibujan, las calles se modernizan y los amores fugaces se idealizan. Y así sólo queda el futuro; o el de los otros mejor dicho.

Pero existe una instancia previa. La de Sonya y Andrey. En la que se vive entre un pasado de amor y penas y un presente sin proyección. Viviendo el ahora. Padeciendo historias inconclusas y añorando una inmediatez efímera. Afterplay es eso. Una mirada borrosa de todos los pretéritos. Contado en la Rusia de Chéjov, con dos de sus personajes más adorables, pero bajo la narrativa de Brian Friel, autor que toma esencias prestadas para contar su propia historia.

Andrey Prozórov –personaje salido de la obra Tres hermanas de Antón Chéjov– y Sonia Serebriakova –rescatada de Tío Vania, otra obra del mismo autor–, se encuentran en un bar perdido de Moscú, una noche donde el hastío comenzaba a helar los cuerpos. Ella, vencida por el tiempo y sus desamores, trabajaba sobre la contaduría de su finca cuando él, un vendedor de ficciones y artista por naturaleza, irrumpe su calma. Hasta ahí dos desconocidos; dos realidades opuestas que convergieron en una mesa de poco brillo. Ella camina sobre el hielo que pavimentó sus años; él sobrevuela los escombros que evidenciaron sus lazos sanguíneos. Un té con vodka y una sopa con un pan negro, serán los testigos de un flechazo repentino. La vida pareciera quererlos juntos pero ellos se empecinarán en torcer el destino.

Con un convincente e impecable trabajo de Miguel Moyano en su rol de Andrey, Afterplay consigue momentos de increíble realismo. Todo se torna frío y sombrío. Y los relatos parecieran ser reconocidos por todos los presentes. Por su parte, Lidia Catalano acompaña a este ser comprador y amigable, a paso firme. La adaptación, puesta en escena y dirección corre por cuenta de Marcelo Moncarz, quien logra que todo vaya por una misma línea. Otro punto a destacar es el ojo de su vestuarista, Cecilia Stanovnik, quien recrea las desdichas de estos personajes de la forma más fiel.

Afterplay es una obra esperanzadora. Tristemente esperanzadora. Con la presencia de Miguel Moyano y la dulzura de Lidia Catalano. Un guión maravilloso para un relato que deja tantas luces encendidas como apagadas.

Por Mariano Casas Di Nardo.

martes, 9 de marzo de 2010

¡Oh, Dios Mío!

El mundo exige equilibrio. La balanza necesita de dos mitades exactas o similares para mantenerse. Claro, siempre hay un margen para el desnivel; pero tiene que ser insignificante para que la idea continúe. Como lo sentencia el dicho “Amar sin ser amado”. Si sucede no hay amor. Hay sólo una parte. Una buena intención y nada más. No hay fuerza. Ni siquiera para avanzar. Así podría definirse a la obra ¡Oh, Dios Mío!, de Anat Gov.

Una idea superlativa, un libro acertado y dos actores que no resisten el peso de semejante bandera. Algo es muy cierto, personificar a Dios es tarea complicada. Y psicoanalizarlo, utópico. Si ni siquiera la filosofía pudo llegar a interpretar tal ser, pretender que sea codificado fehacientemente por seres más terrenales, es pedir demasiado. Pero la idea primera así lo plantea. Entonces uno se entusiasma con ver la obra más impactante de su vida y quedar pensando por el resto de los días, hasta que decante alguna idea. Pero nada de eso sucede. Uno queda a medio camino. Como esa balanza que se quiebra por el peso propio que hace de palanca estéril.

Con un guión imposible, sólo la música del genial Gaby Goldman está a la altura de tal epopeya. Él, con su piano, recrea a la perfección la sensación de estar caminando sobre un sendero irreal. Allí donde Ella –Silvia Franc– es absorbida por la presencia de Señor D –Eduardo Wigutow–, quienes con el transcurrir de los diálogos van perdiendo fuerza y credibilidad. Y todo queda en una tímida psicóloga frente a un inentendible paciente. Momento que comienza a desvanecerse todo hasta que la música de Goldman vuelve a levantar la obra. Otro acierto y pieza fundamental de todo el andamiaje escénico, es el preciso vestuario de Alicia Vera, quien también se destaca por configurar un espacio a la medida del libro. Todo hilvanado por la dirección de Juan Freund, ambicioso ser, que no se detuvo en quimeras a la hora de montar una obra de teatro.

¡Oh, Dios Mío! sobrevive por el estoicismo de sus protagonistas y por la voluntad de cerrar una pieza que a priori resulta difícil. Una vez consumados sus más de ochenta minutos, uno se va con la certeza de no haber llegado a ninguna conclusión.

Por Mariano Casas Di Nardo

jueves, 4 de febrero de 2010

Las mil y una noches.

Como de costumbre, la dupla Cibrian/Mahler vuelve a sorprender con una puesta en escena que nada tiene que envidiarle a cualquier producción internacional. Porque ellos son internacionales. Podrían destacarse tanto en Broadway como en París o Londres. Esta vez de la mano de la impecable Claudia Lapacó y de su actor fetiche, Juan Rodó, para recrear por cuarta vez uno de sus clásicos, Las mil y una noches.

Sin escenarios suntuosos ni rimbombantes juegos escénicos, la obra transcurre bajo una perfecta sincronía entre sus protagonistas, el elenco de bailarines y la orquesta, la cual toca en vivo. Tres piezas que sinérgicamente cuentan la historia de Elena, interpretado por Georgina Frere, quien a base de cuentos enamora el frío corazón de Solimán –Juan Rodó–. Por su parte, Feyza –Claudia Lapacó–, cual malvada Disney, hace su trabajo para que ese destino les sea complicado.

Dividido en dos actos con un intervalo, necesario por cierto, de diez minutos; la obra parece ser una burbuja en plena calle Corrientes. Y no por sus precios elevados, sino por tener más de 30 bailarines en escena, en las perfectas de las sincronías. Inédito para el arte nacional, aunque repetido dentro del mundo Pepito. De hecho, no es su obra más lograda ni recordada, y sin embargo le sobra para destacarse sobre un resto austero, que mira más hacia la boletería que hacia su propio arte.

Destacada participación de la carismática Claudia Lapacó, mientras que el siempre rendidor Juan Rodó, juega y hace jugar desde su grave registro vocal. Por su parte, Georgina Frere, un escalón por debajo de los mencionados, no desentona, aunque tampoco acapara la atención completa en sus participaciones como solista. Del reparto, sobresalen Laura Pirruccio como Leila y Diego Duarte Conde en la piel de Mustafá.

Las mil y una noches conforma. Con la espectacularidad que siempre ofrece el histriónico Cibrian, la fidelidad de la orquesta de Mahler y la impronta vocal que sólo Rodó puede mostrar. El plus, la belleza sonora de Claudia Lapacó, un ángel que sobrevuela la escena e ilumina, aún, cuando el relato se hunde en su dramatismo.

Por Mariano Casas Di Nardo.

lunes, 1 de febrero de 2010

Así da gusto.

Ana María Bovo con su nuevo unipersonal viene a romper con varios paradigmas teatrales. El más trascendental es que se puede contar una historia y al mismo tiempo divertir y hacer reír, sin gritar ni decir sandeces. Ella omite cualquier agravio o insulto y se deja llevar por la suavidad de su voz y de sus gestos para adentrarnos en el mundo del Maipo, teatro que el pasado 2008 festejó sus nada más y nada menos que cien años de vida.

Entonces Olinda Petrungaro, tercera generación de vestuaristas del Maipo, nos cuenta cómo es la vida entre las bambalinas de uno de los teatros más prestigiosos de la cartelera porteña. Se sincera con ella misma, confiesa secretos y recrea anécdotas que rozan a estrellas como Nélida Roca, Nélida Lobato y Tita Merello; como así también a recientes personajes como Ximena Capristo y Jorge Lanata. Y entre tanto chisme y objetos de culto, se hace lugar para contar el por qué de su soltería. Vale la aclaración, la presente historia es ficción, pero por suerte, Ana María Bovo, confunde. Entonces creemos que allí, entre acto y acto, Olinda asiste en serio a las vedettes.

Bajo su propia dramaturgia y dirección, Ana María Bovo hace de Así da gusto, una hora y media de charla amena e interesante. Uno no habla ni participa, claro está, pero la cordialidad de la actriz, hace que nos sintamos cerca, como si fuésemos únicos interlocutores. Sólo su madre, detrás del telón, la apuntala con datos precisos. Pero volvamos a aclararlo, todo es imaginario, aunque nosotros nos predispongamos a creerle todo. Es un pacto omiso que se firma en los primeros minutos de su monólogo. Sin que ella exija firma y sin que nosotros dejemos nuestra rúbrica. Es tácito e inquebrantable.

Así da gusto es belleza narrativa y ficcional en estado puro. Toda la suavidad actoral de Ana María Bovo para contar la historia más creíble del teatro actual.

Por Mariano Casas Di Nardo.

martes, 26 de enero de 2010

Humordazada.

En el espectro teatral de Valeria Kamenet, al parecer, hay lugar para diez personajes, todas mujeres ellas, que hacen de la provocación, sus sellos personales. Hay que aclarar algo, la obra se llama Humordazada y pregona humor. El problema reside en que las diez veces que ella presenta a sus criaturas a lo largo de su show, uno tiene que machetear a priori todos los impactos desagradables para encontrar gracia. Y cuesta. Sobre todo cuando uno se predispone a disfrutar de la fluidez y espontaneidad que ofrece el humor bien tratado.

La puesta inicia con una novia oscura, abandonada y al borde de un trance. Su simple presencia altera, y es así como destiñe toda su simpatía. Luego le llega el turno al color, pero con un personaje que ahoga toda esperanza; una niña simpática cuyo padre doctor, trafica órganos. Un tema que hace que la cuota humorística se vuelva corrosiva. Está, existe y se expande. Roba alguna que otra sonrisa, pero hace daño. Oxida.

Tal vez sea con la docente de barrabravismo donde la actriz propone un juego ameno y divertido con el público, pero siempre al filo de la tensión, de la incomodidad. Así, enseña a sus alumnos a ser barrabravas, con todos los clichés de la profesión. Podría decirse que ahí comienza la obra de humor. Pero es con los siguientes personajes – fallidos su mayoría– que vuelve a la hostilidad, como con una embarazada que ignora su estado. Entonces en un arrebato de destreza deportiva, ella aplasta su panza contra el suelo en pos de un ejercicio aeróbico. No es humor negro, definitivamente es mal gusto.

Pero fiel a su propuesta, Valeria vuelve a mostrar que puede hacer reír, si es que se lo propone en serio, como cuando interpreta a una sensual bailantera. Ella es quien entre tanta deformidad, riega un jardín pálido, que fue secándose a medida que desfilaron sus personajes. Y hasta algunas flores crecen. Flores que pisotea su última invención, una antipática anciana que dice ser la primera bailarina del Colón. De forma intimidante, genera pánico en el foro cuando baja a interactuar cara a cara con los espectadores.

Un paso no del todo acertado el de Valeria Kamenet y sus alter egos con Humordaza. Tropezando entre el humor negro, el no humor y las malas costumbres. Siempre más cerca de la mueca por compromiso que de la carcajada espontánea.

Por Mariano Casas Di Nardo