viernes, 7 de octubre de 2011

“Esa ráfaga, el tango…”

“Esa ráfaga, el tango…" no es un show de tango, menos un recital, pero si un compendio de los diferentes estadios que disfruta cualquier apasionado del 2x4. La canción, el baile, el recitado, la Madame, el hombre que llora a su madre y el guapo del 900. En síntesis, un varieté tanguero guiado por el impecable Julio Viera, quien a modo de narrador presente, nos va llevando por la idea primera. Stella Botto le pone la voz y Osvaldo Cuello, el humor y el registro masculino.

Pero qué sería del tango, si de fondo no hay una pareja que dibuje en el piso su ritmo. Y allí emergen las figuras de Veronica Pérez y Emilio Benavente para ponerle belleza, firuletes, piernas y ese compás tan erótico como sensual. Termina de configurar este engranaje casi de relojería suiza, la guitarra de Martin Sotelo, músico en vivo, que da las coordenadas para el lucimiento ajeno. El libro y la dirección es cuenta de Rosario Zubeldia, seguramente una apasionada del tango, percepción que se presume por la exacta puesta en escena.

Un show recomendable, donde el espectador reconocerá de principio a fin, la esencia del tango.

Por Mariano Casas Di Nardo

viernes, 16 de septiembre de 2011

Una que sepamos todos –Un tributo a Gachi Ferrari–.

Pablo Novak y Roberto Antier con su show Una que sepamos todos (Un tributo a Gachi Ferrari), nos invitan a un paseo retro para destacar aquellas cosas que por cuestiones del tiempo y de los avances tecnológicos, quedaron en el pasado y que hoy solo permanecen en nuestro recuerdo o en alguna foto sacada con la Kodak de rollo. Pero para no ser todo tan vetusto y añejo con ese dejo de naftalina que agobia, este siniestro dúo, decora toda nostalgia con acertadas e inolvidables canciones de Los Beatles, Billy Joel y Sui Generis, entre muchos otros.

Al unísono por momentos o intercalados entre monologo y monologo, sus protagonistas no escapan ni por un segundo del humor. Y ya sea en autoreferencia o para describir toda una época, siempre hacen del humor, un bálsamo para que todo termine con una sonrisa. El derrape, está a cargo de Pablo Novak cuando interpreta con melodía de la canción Carta de un león a otro, la historia de un preservativo que reconoce su complicada y desprestigiada vida. Luego, a modo de dúo tanguero, Novak y Antier, cuentan la historia de un asado que involucra al firmamento de estrellas de nuestra farándula dentro de la sintaxis, con seguridad, lo más logrado de un show que sin fisura y menos pretensiones, divierte constantemente las dos horas de duración.

Pero en este fogón, entre exclusivo y ameno, hay lugar para los amigos. La idea debe ser finalizar cada velada con la participación de amigos, los cuales le dan su toque de distinción al epílogo. En esta oportunidad, Amelita Baltar, Donald y Alejandro Giordano, bajista de Banana Pueyrredón, le agregaron el plus de aquellos artistas atemporales, que suenan cálidos en todo contexto; mientras el colorido lo dio Silvina Bosco, quien descalza, al mejor estilo Marikena Monti, entonó el himno "Los Mareados". Claro está, todo lo descripto en este último párrafo, difícilmente pueda repetirse, pero hace de regla general para todas las funciones, a pesar de que sean distintos los invitados.

Una que sepamos todos alegra el corazón porque tiene todo lo necesario para pasarlo bien: humor, nostalgia alegre, música del recuerdo y lugares comunes que unen al público. Y todo eso se siente en los aplausos intermedios y sobre todo en el del final. Lamentablemente el show termina, porque de no estar en Clásica y Moderna, sino en un living cualquiera, se extendería hasta altísimas horas de la madrugada. Porque historias en común y canciones para cantar, todos siempre tenemos una más. Un aplauso para estos dos actores y músicos, que de la galera, sacan un contundente y acertadísimo show.

Por Mariano Casas Di Nardo.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Llueve en Barcelona

Con Llueve en Barcelona, su director Yoska Lazaro pone a disposición del espectador todos los recursos del teatro de calidad. De ese que no genera ni un ápice de humor pero que quedará por mucho tiempo en nuestra cabeza como una gran obra, y que a su vez, agiganta su valor con el paso del tiempo.

Un excelente libro como el del catalán Pau Miró, una reducida pero eficaz puesta en escena, grandes actuaciones y una dinámica temporal que va recortando el aliento hasta uno sentirse incómodo. Claro, con el correr de los sucesos uno entenderá que todo está digitado por este gran director proveniente de España, que al parecer, ya hizo suyo los escenarios under de su adoptiva Buenos Aires. Tal vez pueda reprochársele la inclusión de la voz en off de Elizabeth Vernaci, que no hace a la cuestión y tampoco al cartel de venta. Quien quiera escucharla prende la radio y no saca una entrada de teatro. Porque Llueve en Barcelona es la idea y quien la pone en escena, no más.

La obra, depende desde donde uno la mire, puede tratarse sobre la explotación sexual de una mujer vencida por la vida o del amor irracional que una mujer puede sentir cuando su coyuntura se le vuelve desfavorable. Y para este rol, Lali, protagonizada por Esther Ramos, parece ideal. No cabría a posteriori que lo interpretara otra actriz. Sus gestos, su caminar y su impronta entre sensual y decadente, habilita al lucimiento de los otros dos personajes. Sobre todo su cafiolo-amante-amigo-y-pesadilla, Carlos (Kike Gómez), quien con sus patéticos gestos y latiguillos, viste de una extrema realidad a la obra. Y sí, por momentos a uno le dan ganas de saltar al escenario para ubicarlo de un golpe; sin dudas, otro logro de su director, quien tiene la clara intención de cachetear a cada rato con dosis de teatro verdad a nosotros, los espectadores, que elegimos complicarnos la existencia un sábado a la noche. “¿Quién nos manda a venir?” nos preguntamos por lo bajo con total honestidad. Pero es un pensamiento en caliente que, con la decantación de la obra, se convierte en querer hacerle una reverencia al culpable de todo; Yoska Lazaro, claro está.

Cierra esta historia de amor, violencia de género, drogas, poesía y lluvia, David (Iñaki Moreno), quien le pone un manto de pasión a tanta oscuridad. Con el preciso vestuario de Laura Poletti y un juego de los tiempos exactos, son las pausas musicales las que le da más identidad al drama vivido.

Llueve en Barcelona, es teatro en su estado más puro. Marco que no significa alegría y mucho menos belleza. Un libro que nos disparará miles de preguntas... como pensar cuántas miles de Lalis habrá en el mundo, cuánta gente estará al lado de la persona que la hace infeliz y cuántas no se jugarán por quienes la hacen sonreír. En síntesis, cuánta gente estará en el lugar equivocado en el momento equivocado sin tener la fuerza y valentía de cambiarlo.

Llueve en la Barcelona de Gaudí, pero también en todas las ciudades del mundo. LLovió un sábado, porque un tal Yoska se encargó de juntar todas las nubes sobre nuestras cabezas, a sabiendas de que a futuro, un hermoso sol brillará por sobre todos los que disfrutamos de una buena obra de teatro. Ojalá Lali también pueda disfrutar algún día de ese sol.

Por Mariano Casas Di Nardo

lunes, 15 de agosto de 2011

4.48 Psicosis

Demasiada belleza para tanta decadencia podría afirmarse en los primeros minutos de 4:48 Psicosis, al ver a sus protagonistas. Por un lado la vida en estado agónico y por el otro, la muerte. Una mujer abrumada por sus sombras, agobiada por sus silencios y aturdida por su frágil confianza. Las secuencias últimas al abismo. La carta de despedida a través de un monólogo sombrío. El final decidido, la perversa tranquilidad por haber perdido la batalla. La no sonrisa, la infelicidad absoluta.

Su autora, la británica Sarah Kane, con tan sólo cinco obras, se ha convertido en toda una dramaturga de culto, no sólo por la profundidad de sus libros, sino por la esquizofrenia y por la brevedad de su vida, ya que a sus veintinueve años, decidió ponerle fin a todo. Y 4:48 Psicosis es su obra póstuma. Un título que alude a la hora en que se cometen más suicidios según estadísticas del Reino Unido, ya que acaba el efecto de los fármacos psiquiátricos tomados la noche anterior.

Rafael Garzaniti, su director, en esta versión lograda del ya clásico de Sarah Kane, propone las dos miradas del trágico final. La muerte consumada y la vida dirigiéndose hacia el ocaso. No es una pelea porque todo está pactado, pero sí sus diálogos nos van enseñando el camino. Giselle Glinka en su papel de la protagonista (Sarah) es quien plantea el conflicto, para que su otro yo (mezcla de súper yo y ello analizaría Freud), Valeria Barone, siembre la deformidad. La primera es la suavidad y la angustia de la indecisión, mientras la segunda es la fuerza arrolladora de la decisión tomada. Pero no hay nada que negociar ni dudar. Todo está escrito y esta última es quien tiene la tinta para la rúbrica que selle el acuerdo entre partes. Porque los diálogos y las interacciones primeras, son meras formalidades de lo inevitable.

La Sarah de carne y huesos, vestida de un sensual negro es todo el tiempo tentada por la Sarah tácita, que rige su apariencia por un estricto blanco. Una mujer apenada por las dudas de su existencia pero seducida por el ángel negro de la muerte. Roces, tironeos, caricias y las antípodas de los universos a centímetros uno del otro. Una voluntad que va cediendo y el final que va abrazando todo con sus miles de tentáculos.

Risas, llantos y efímeros segundos de una felicidad estéril, decantan previos a la huida. El ángel negro se llevó otra vez un alma joven. El efecto del psicofármaco cedió su fuerza y cuando el reloj marcó las 4:48, ella tomó su mano y se la llevó. Fin. Lo peor es que sabemos, no habrá revancha ni segundas partes.

Por Mariano Casas Di Nardo

lunes, 4 de abril de 2011

El Sepelio

Muy pocas veces, todas las patas de una obra de teatro son firmes. O falla el director, la historia o por qué no, el protagonista o la iluminación. Pero cuando sucede una homogeneidad en sus partes, podemos comenzar a escribir sobre un clásico. En este caso, El Sepelio está en vías de serlo. ¿Qué le falta? Tiempo. Esa lejanía en el calendario que lo convierta en un referente, en un piso, en un documento inexorable.

La historia cuenta como Zulema, una mañana muy temprano de un domingo sin importancia, invita a sus tres hijos a desayunar. Es que tiene un motivo muy importante, organizar su propio funeral. La muerte de sus amigas de toda la vida, le fueron sembrando muchas dudas sobre su propia salud y el fantasma del final recorre cada uno de sus pensamientos. Sensaciones que se pulverizan cuando se la ve tan vigorosa mandando y reorganizando las pocas ideas que motivan a los suyos.

El campo de interacción, su living comedor, es lúgubre, triste, gris. Y a la pesadez planteada por la propia Zulema, se le suman la languidez fashion de Pedro (Guido Silvestrín), la parsimonia de su primogénito Alfredo (Néstor Caniglia) y la angustia oral de su tercer hijo, Coyi (Diego Rinaldi). Tres apéndices poco ejemplares, contenidos ellos, por el perverso cariño de una madre que quiere mal o desprecia bien. Depende el cristal.

Cuatro actores que se retroalimentan constantemente para dejar diálogos sordos inolvidables. Nadie se escucha pero todos se comunican. Uno roba, el otro come y el tercero obedece. Total, están pero no están. Saben que esa mañana es una postal abstracta de una realidad que se repite sin modificar nada. Y a ninguno le importa, ni a su propia madre. Y aquí sale a la luz la cuidada y estudiosa pluma de Heidi Steinhardt, quien logra incluir todos los sentimientos de una familia en esta familia. El ABCDEFG… (hasta la Z) de lo que pasa en todos los hogares donde la madre se puso los pantalones que dejó el padre al morir.

El funeral en cuestión es una excusa que ni siquiera se profundiza. Se roza por un momento y nada más. Otra genialidad de su autora para darle identidad a un sinfín de conceptos que juntos hubiesen sido imposibles de amalgamar, poniendo a la muerte como un ente que todo lo supervisa: el desamor, la soledad, el descuido, la sobreprotección, el favoritismo y la obligación. Y sobre todo la falta de sinceridad, no por desconocimiento sino por orgullo.

Una historia centrífuga que golpe a golpe, progresa en su más obvio y no esperado final. Actuaciones destacadas, sobre todo la de Diego Rinaldi. Y oración aparte para Cristina Maresca (Zulema), que perdida en su angustia y locura, les da letra a todos para el lucimiento propio. Y en un nivel sintetizador, su directora y dramaturga Heidi Steinhardt, que a través de su guía, hace que queramos proteger a cada uno de sus protagonistas. Un diez.

Teatro: La Carbonera, Balcarce 998. Domingos a las 18hs.

Por Mariano Casas Di Nardo