Casette es
esa parte de nuestra memoria consciente que se niega a morir. Ese ser que vive
dentro de nosotros y perdura aunque las
tecnologías y los avances hagan sus cursos lógicos. También es el teatro
dentro del teatro. Esos paisajes que todos los que viven de las tablas conocen y
padecen a la perfección y los que no, intuyen o creen. La génesis de una obra o
las primeras pulsiones de un personaje, dentro de los personajes que conforman
la misma obra. Cassette es cíclica; un loop que bien podría ser eterno, si su
director tuviera la intención imposible, de hacer de la obra, la vida misma.
El libro de
Juan Crespo deja en claro la historia que se va a contar. Los personajes cómo
son y los diálogos cómo van a suceder. Y sobre todo ello, el manto de subjetividad
y encuadre que su director Tadeo Pettinari hará para perforar las cabezas de los
espectadores con sus retratos estéticos y desplazamientos centrífugos. Seis
actores que parecen diez; claras y precisas situaciones, que parecen multiplicarse
por segundo. Porque los actores muestran un aceleramiento físico y textual que
nos obliga a seguirlos. Llegamos a buen puerto, aunque el viaje es por momentos
tedioso y urticante. Pero al final del cuento, sentimos esa adrenalina de
haberlo disfrutado.
Con un
reparto que no encuentra fisuras y que termina por contar la historia de la
forma más creíble y real, son Julián Balleggia y Soledad Cicchilli los que más se
lucen, potenciando al resto. Otro punto alto es el de Julio Vega, quien ilumina
a criterio del director lo que tenemos que ver y lo que no, como un titiritero
de nuestra mirada, que no puede escapar a su voluntad. El vestuario, crédito de
Mariela Iturregui les da la impronta exacta a cada uno, para que fijen
posiciones.
Cassette no
emociona ni deja a la reflexión, pero intranquiliza; y sentir eso en el teatro,
es más que válido.
Por Mariano
Casas Di Nardo.
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