Existen diversas formas de contar una historia. De manera humorística, drámatica, irónica, melancólica, metafórica, alegórica, etcétera, etcétera. Y también a la manera de Martín Marcou. Que sería con todos los estilos utilizados por el ser humano a la hora de labrar un discurso coherente e impactante, amalgamados por un hilo conductor: el apocalipsis. Con bandas originales de sonido que van desde Dyango, pasando por Café Tacuba hasta llegar a Gary. Lo bizarro y lo conservador; el diálogo moralista sobre un background definitivamente kitsch; el ser inmaculado barnizado de erotismo. Y así, bajo disímiles coordenadas, las concepciones más antagónicas se van trastocando. Un Martín Marcou explícito, sin dobleces, oscureciendo aún más el panorama del teatro off.
Lame vulva ofende desde su título y conmueve –para bien y para mal– desde su dramaturgia. La risa y la angustia dando vertiginosos pasos de vals. Con tres actores que se pelean en todo momento para demostrar quien es el más patético y desagradable. Aunque pierden todos, ya que enseñan con gestos desconcertantes, que la inocencia y el desamparo navengan por sus venas.
Luz –Checha Amorosi– propone la violencia como caricia y Horacio –Javier Rosón–, la sumisión como acuse de recibo. Y la tercera en discordia –Puchi Labaronnie–, la suegra de ella o la madre de él, entra en juego con los métodos más eficaces: la sobreprotección y la desautorización conyugal. Todo en un panorama desolador y lúgubre, que huele a tristeza e infelicidad.
En Lame vulva la catástrofe está siempre por comenzar. El desastre está latente. Un nervio puro en pleno nido de desamor.
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