El poder que
da el amor del otro, tal vez sea la fuerza más ciega e incondicional que
exista. La esperanza de volver a sentir eso que sucedió como una ráfaga, un
hilo irrompible que no se vence con los años. Y esa nostalgia por lo que
hubiese sucedido si…, la peor de las culpas. Y con ese coctel de sensaciones inconclusas
y efervescentes, Sándor Marai escribió la vida de esta rendida mujer llamada
Eszter en su libro “La herencia de Eszter”. Texto que María de las Mercedes Hernando
adaptó a los escenarios, para que Oscar Barney Finn nos regale esta delicada
pieza de un poco más de una hora del mejor teatro.
La herencia
de Eszter (se pronuncia Éster) no son sus millones en el banco, tampoco inmuebles, rodados o joyas
en una caja de seguridad. Su herencia es la más difícil de asumir y la más
fácil de repartir: lo que no hizo en su momento. El tiempo que dejó pasar por
no tomar decisiones a tiempo, imposibilitada por su personalidad débil e
inmóvil. Una magistral actuación de Thelma Biral, quien le pone tristeza y
vejez a todas sus reflexiones. Del otro lado, a veinte años de ausencia, Lajos,
quien vuelve del pasado a recuperar lo suyo. Él es un vividor; un verborrágico,
carismático y embustero Don Juan, que enmaraña a todos con sus razonamientos
hipócritas e impunes. La mejor versión de Víctor Laplace, para con su maestría,
hacer reír al público con sus incoherencias dramáticas. Y aunque su amor por
ella parezca intacto, el tiempo y todo el resto le jugaron a su favor.
El elenco se
completa con Susana Lanteri como la mucama de Eszter, Luis Campos (el Notario),
María Viau (la hija de Lajos) y la luminosidad de Edgardo Moreira, quien en el
papel de Laci, el hermano de Eszter y ex amigo de Lajos, brilla en todo
momento. Todas sus participaciones son acertadas y cuando está en escena, la
obra se completa en todos los aspectos. Sin embargo, el momento álgido, es el
duelo de verdades y mentiras no piadosas entre Eszter y Lajos.
Ambientada
en los años donde los discos de pasta musicalizaban el aire y los vestidos suntuosos
eran cotidianos; la historia es un susurro de emociones constantes, con una
suavidad narrativa admirable. Así, Oscar Barney Finn como director nos presenta
la nostalgia y la desolación del paso del tiempo, de la forma más aceptable, sin
que sea un dramón imposible de digerir. Su talento hace que aunque en el dolor,
sonriamos.
Por Mariano
Casas Di Nardo
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