viernes, 6 de noviembre de 2009

Terrame

Terrame está configurada por dos entes, lamentablemente, interrelacionados entre sí. Inevitablemente no pueden separarse ni disociarse. Un significado y un significante que se lastiman; un todo a medio llegar. Por un lado, un marco teórico gigante, inmortal, moldeable a todos los seres humanos. Cíclico e universal, como es la búsqueda del otro. La desesperación que genera la soledad y el nerviosismo que viste a los corazones actuales. Y por el otro lado, el hecho práctico, el que le da cuerpo a un libro tan infinito que hace que lo palpable quede trunco. Un espacio chiquito que no resiste lo que se está contando.

La obra sería la radiografía de un amor como tantos otros, que se inicia por la atracción inesperada que siente un hombre –cualquiera– por una dama –cualquiera–. Y cómo va creciendo y desarrollándose esa atracción, a través del descubrimiento mutuo, los malestares, los aciertos, los perdones y los reencuentros; hasta verse convertido en un poderoso amor. Desde el minuto cero, en las que las humanidades se desconocen, hasta la evolución del cariño sincero. Ella se llama Lucía; él, Atahualpa. Por ella nadie se daría vuelta en una esquina, por él ninguna mujer daría ni un suspiro. No se deslumbraron ni se encandilaron. Como se dice, un amor a novena vista.

Cuántas de estas historias hemos conocido, escuchado o padecido. Qué genial la pluma de Lucila Garay que en una obra de escasos cincuenta minutos y en el perímetro de una habitación de dos por dos, refleja millones de historias de amor, tan completas como reales. Porque abarca todas: desde la más oscura y retorcida hasta la más básica y desabrida.

Con dos actores que hacen del gesto y del diálogo torpe un culto, Terrame relata todos los síntomas del corazón, dejando en evidencia lo elemental que somos. Entonces, pensará su autora y directora, para qué complejizar lo tangible, si lo abstracto lo dice todo.

Por Mariano Casas Di Nardo

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