Del otro lado de la angustia, la improvisación y el desarraigo, se encuentra Peter. Un inédito médico sueco que habla español. Una impronta de hielo por la cual, al parecer, corre sangre latina. Él y su relojería nórdica, precisa y detallista, parecen ser el contrapeso ideal para que el equilibrio sentimental de la bella y dulce María, no se congele en el frío que rige en tales meridianos. Al principio el protocolo los enfrenta, después las clases de la lengua sueca los rozan, para ir hilvanando, día tras día, una historia de amor en pleno desconsuelo.
Afianzados los dos pilares por donde se desarrollará la trama, su autora Silvina Chague, descomprime la situación con dos satélites narrativos como Nora –la madre de María– y Abel –su padre–, quienes riegan con un poco de humor tanta palidez. Sobre todo Nora, quien además de darle luz a un apagado hogar, exporta calor cuando pasa una temporada junto a su hija. Tanto allá como en su casa, Nora dejará su sello de amor maternal en su mayor y más rico secreto, un Vitel Toné, que sólo ella sabe hacer. Por la periferia de la historia, surge la figura de Juan, exiliado chileno, quien contribuye al marco histórico, dejando en claro que el país trasandino, también fue merecedor de la hospitalidad sueca.
Con un libro tan definido como progresivo, es su directora Corina Fiorillo, quien explota al máximo cada una de las sensaciones. Entonces son llamadas telefónicas las que denotan la lejanía, un árbol de navidad a medio hacer para describir tanto la soledad como la unión y una receta familiar para plasmar la inmortalidad y la herencia del amor, de una madre para con su hija. Sus estocadas mortales, las imágenes de la triste, apagada y desolada Buenos Aires de mediados de los 70´ y una canción que apunta directo al corazón de los espectadores. Completa un cuadro contundente y autosuficiente, el vestuario de Julieta Risso, que en todo momento nos recrea fotogramas de esa década nefasta.
La obra emociona. Porque llega al alma sugiriendo todo lo que no muestra de forma explícita. Porque su música y cuadros estéticos tocan los nervios que ni la mejor actuación del mundo podría tocar. Y desde allí, se mueve con total autonomía para jugar con el llanto, la risa, el desconsuelo y la esperanza. Una flor nació del hielo y se llama Kalvkott, carne de ternera.
Por Mariano Casas Di Nardo
No hay comentarios:
Publicar un comentario