“El universo tiene su demonio y es aquello a lo que le llamamos tiempo”, reflexiona la bella Kay, mientras observa como su familia de perspectivas renacientes, se precipita en la mediocridad de sus integrantes. Ella, una aprendiz de escritora en un principio y luego una periodista de las revistas del corazón, nada puede hacer contra la decadencia que abruma a su madre y hermanos. Al contrario, todos ellos profundizan la catástrofe y tapan cualquier haz de luz con sus torpes decisiones y equivocados ánimos de grandeza. Sólo el humilde Alan parece leer bien la realidad, aunque así no deje de alimentar la frustración que hará caer al pretensioso apellido que llevan en sus documentos.
El tiempo y los Conway, del recordado J.B.Priestley, es una obra que altera los órdenes narrativos para explicar el desarrollo de la historia. Similar al de El otro de Jorge Luís Borges. La progresión de sus diálogos nos lleva a los albores del mil novecientos, en un pueblo de Inglaterra, donde la Señora Conway vive con sus hijos en una imponente casa, seguramente, legado de su marido, el verdadero Conway. Allí pueden encontrarse los diversos perfiles de personajes, entre los cuales encontramos al hijo de poco vuelo –Alan–, al vanidoso y torpe Robin, a la dulce y temerosa Kay, a la autoritaria Magde, a la pretenciosa Hazel y a la alegre Carol. A ellos se le suman los terceros, un apagado abogado, un vecino enamorado y una amiga de la familia, tan simple ella como ingenua.
Un reparto funcional a la obra, que toma fuerza con las actuaciones de Gabriel Kipen como el hermano consentido –Robin–, por la belleza y delicadeza de Mariela Rojzman –Kay– y por el ciclotímico vecino personificado por León Bará –Ernest Beevers–. Ellos enseñan el camino y guían a sus interlocutores tanto a la comedia como al drama.
Dirigida por Mariano Dossena, la obra se destaca por llevar de manera eficaz al espectador por todos sus viajes, tanto hacia el futuro como por el presente. El vestuario, creación de la dupla Julieta Fernández Di Meo-Nicolás Nanni, nos hace vivir aquella época y nos ubica en un lugar muy cercano al de los personajes, sin tantos protocolos ni abarroterías de época. Lo justo y necesario.
El tiempo y los Conway pudo ser un relato dramático hasta el cansancio, sin embargo destellos de humor salvan tanta crueldad, y eso no es más que mérito de su director primero, quien supo equilibrar el problema; y de sus actores, segundo; quienes con acertados gestos y movimientos, generan risa, cuando lo más lógico es provocar llanto.
Por Mariano Casas Di Nardo
El tiempo y los Conway, del recordado J.B.Priestley, es una obra que altera los órdenes narrativos para explicar el desarrollo de la historia. Similar al de El otro de Jorge Luís Borges. La progresión de sus diálogos nos lleva a los albores del mil novecientos, en un pueblo de Inglaterra, donde la Señora Conway vive con sus hijos en una imponente casa, seguramente, legado de su marido, el verdadero Conway. Allí pueden encontrarse los diversos perfiles de personajes, entre los cuales encontramos al hijo de poco vuelo –Alan–, al vanidoso y torpe Robin, a la dulce y temerosa Kay, a la autoritaria Magde, a la pretenciosa Hazel y a la alegre Carol. A ellos se le suman los terceros, un apagado abogado, un vecino enamorado y una amiga de la familia, tan simple ella como ingenua.
Un reparto funcional a la obra, que toma fuerza con las actuaciones de Gabriel Kipen como el hermano consentido –Robin–, por la belleza y delicadeza de Mariela Rojzman –Kay– y por el ciclotímico vecino personificado por León Bará –Ernest Beevers–. Ellos enseñan el camino y guían a sus interlocutores tanto a la comedia como al drama.
Dirigida por Mariano Dossena, la obra se destaca por llevar de manera eficaz al espectador por todos sus viajes, tanto hacia el futuro como por el presente. El vestuario, creación de la dupla Julieta Fernández Di Meo-Nicolás Nanni, nos hace vivir aquella época y nos ubica en un lugar muy cercano al de los personajes, sin tantos protocolos ni abarroterías de época. Lo justo y necesario.
El tiempo y los Conway pudo ser un relato dramático hasta el cansancio, sin embargo destellos de humor salvan tanta crueldad, y eso no es más que mérito de su director primero, quien supo equilibrar el problema; y de sus actores, segundo; quienes con acertados gestos y movimientos, generan risa, cuando lo más lógico es provocar llanto.
Por Mariano Casas Di Nardo
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